Desde que recuerdo vuelo. A veces, unas épocas más que otras.
Cuando niña, acostada, al cerrar los ojos comenzaba a correr con grandes zancadas primero, y cada vez con más altura y distancia, hasta no necesitar mis piernas, sino mis brazos como alas. A penas tres braceadas me permitían recorrer la cuadra de mi casa. Que bello ver el barrio descansar. Oscuridad y silencio, sin temor. Y sabía así lo que había en cada techo o fondo de las casas vecinas. Al otro día lo probaba con mis amigas: “dejaste la bici fuera”, “una sábana colgada en el tendal se ensució con barro, estaba en el suelo”, “¿por qué hay una rueda en tu techo?”. Pero como niños nadie se percató de la realidad: yo volaba, vuelo y veo.
Así descubrí que el novio de mi hermana se veía a escondidas con la vecina de enfrente. Que mi papá, un trabajador nocturno, aunque cenara en casa comía después un lomito en lo de “El Tío Calambre”, famoso comedor por sus exquisiteces en comida chatarra. Por eso nunca iba a adelgazar, por más que mi mamá le hiciera veinte dietas diferentes, siempre probando con nuevas recetas para atraer su paladar y conseguir el milagro.
Observaba el dormir de los pájaros en la Plaza Independencia y algunas parejas que se animaban a quedarse hasta más tarde, para deleitarse con largos y dulces besos. Eran tiempos donde casi nadie andaba muy de noche, sólo los trabajadores.
Cuando llovía volvía ahí nomás, sentía frío, no se. Pero cuando corría viento, igual salía, en este caso por más que fueran fuertes y fríos no me molestaba. Disfrutaba ver mecer a los árboles, me acunaba y acariciaba con ellos, como los brazos de mamá cuando bebé.
Una noche, mejor dicho, varias noches vi al tío José con otra señora de la mano, y no era mi tía Beba. Me di cuenta porque la tía tiene el cabello oscuro y el de esta señora es claro. Además el auto del tío era único, grande y de color dorado que así decidió pintarlo porque decía que atraería cosas iguales, como el oro y sería rico; y tenía razón, el pelo de esa mujer era así y él cada vez se vestía con trajes más bonitos. Llegaban hasta la placita del Carmen, donde me encantaba jugar cada vez que visitábamos al abuelo que vivía por allí cerca, lugar donde también me golpee muchas veces, justamente por querer volar, probando si de día también podía.
Allí caminaban poco, generalmente se ponían debajo de un olmo grande y conversaban por horas. Mi tía es muy charlatana, por eso entendí lo que sucedía, era ella que se ponía peluca como la de mis muñecas, tratando también de atraer el oro. Y un día le pregunté si usar el color del oro en mis ropas, aunque yo chiquita, podría traer dinero a mi papá; y le conté lo de la placita del Carmen. Mi tía me dijo que no entendía nada. Habló con mi mamá y se fue. Qué lío se armó esa semana. Primero mi mamá me aturdió a preguntas, hasta vino mi tío con los chupetines que me gustan, esos grandes, las paletas de todos colores, y también me cansó a preguntas que yo había decidido no contestar más. Desde allí no dije más nada de lo que veía cuando salía de casa volando, además al tío no lo volví a ver en esa placita.
Una de las últimas veces que pude volar como me gusta, ví a Jorge, mi compañero de banco en la escuela, ese con el que competimos en todo. Si yo hago un súper dibujo, el le presenta a la señorita de manualidades dos. Si la seño de clases pregunta algo, levanta la mano más alta para contestar primero. A veces me molesta mucho. Yo también hago lo mismo y otras cosas para ganarle.
Esa noche, Jorge salía de la casa con sus padres, tapado con una colcha porque estaba frío, aunque yo no lo sentía, podía ver los árboles moverse y la gente muy abrigada. Subieron al auto con muchas valijas y viajaron unas cuadras hasta la casa de su abuela, que él me había dicho quedaba cerca de la estación de trenes. Y allí quedó, luego sus padres se fueron. Ya en la escuela, lo comencé a ver cada vez más triste, hasta que un día me animé a preguntarle, y como soy algo insistidora me contó que sus papás debieron irse muy lejos, porque los perseguían, pero que no habían hecho nada, que trabajaban en una fábrica y nada más. Por eso ahora vivía con su abuela y no sabía nada de sus papás. Lloró. Por ello me animé a confesarle mi secreto también, que volaba y que fue así que supe de ese día. Desde ese momento no dejamos de ayudarnos, ya no competíamos más, todo lo hacíamos juntos. Y de pronto, me olvidé de volar por un tiempo, hasta que Jorge no vino más a la escuela. La seño nos dijo que se había ido a vivir a otro país. Que dolor sentí ese día, que pena por no tenerlo más como amigo. Nadie pudo darme la dirección para escribirle, ni su abuela cuando logré convencer a mi mamá de llevarme hasta su casa para preguntarle -hasta ese día me había contenido de llorar, porque tenía la certeza de conseguir escribirle- pero al irnos, me desahogué todo el camino a casa, hasta que mi mamá me dijo que algún día, no importa cuando, volvería a verlo y mejor aun tendríamos tantas cosas para contarnos que estaríamos juntos mucho tiempo, tanto como el que pasáramos sin vernos; y me sugirió comenzar a anotar todo lo que quería decirle para que no se me olvidara nada. Desde entonces lo hago, tengo un hermoso cuaderno de muchísimas hojas, de color rosa, donde le escribo todas las noches. Trato de contentarme con esto, pero desde esa vez tengo como una galletita mal comida en la garganta, tomo agua y no se me pasa. Mamá me da unos abrazos que me ayudan a dormir.
Ahora soy grande, tengo doce años y cada vez vuelo menos, no se que pasa, no me gusta lo que siento. Me cuesta alcanzar altura, a veces me quedo corriendo y no logro tomar impulso.
Yo quiero volar alto y conocer desde arriba las cosas, quiero viajar cada vez más lejos y quizás así pueda ver dónde está Jorge e intentar hablarle. Ya casi lo logro.
Quiero que se haga de noche rápido para probar de nuevo. Hoy no pude, estudié todo el día y tenía mucho sueño; pero mañana quizás, lo intentaré otra vez.